PRIMER CAPÍTULO
LA
BÚSQUEDA
I
Un
estridente resonar crecía bajo las quebradas de Herdorín a la llegada del
crepúsculo. Exhaustos, los obreros picaban desde el amanecer mientras un sudor
frío recorría sus cuerpos, rebozados de arena y cal. La luz tenue de algunas
lámparas de aceite permitía seguir perforando en medio de la oscuridad. Golpeaban
todos al unísono, al compás del tambor que con fuerza aporreaba un hombre alto
y corpulento bajo la atenta mirada del capataz, quien escudriñaba cada una de
las paredes de la gruta deseando encontrar algo que tornase su suerte. Se
llamaba Mílror Peinth, aunque sus hombres lo conocían como el “Rompehuesos”, sobrenombre
que arrastraba de sus tiempos al servicio de los Válethain. Se trataba de un
bretoniano entrado en años, alto y robusto como un roble; tenía la piel rojiza,
el cabello recio de color avellana, y una suspicaz mirada felina.
Hacía
semanas que sus hombres trabajaban sin logro; y el desánimo y la turbación
crecían al paso de las horas. Tres de ellos ya habían muerto. Desconocían qué
podían encontrar allí, pero la recompensa que les había ofrecido entonces aquel
viejo destartalado hacía que importara bien poco: al Rompehuesos solo le movía
la codicia. Sin embargo, a medida que avanzaban los días, comenzaba a dudar. Las
quebradas de Herdorín se encontraban demasiado lejos, donde ni siquiera los
exploradores de Fúrenhart se atrevían a adentrarse. Aquello eran tierras
sombrías, un laberinto de estrechas gargantas donde apenas había luz. Eran
pocos aquellos que habían osado penetrar en los dominios de los señores del
Inframundo, y muchos menos los que habían conseguido regresar.
Habían
pasado tres meses desde que aquel anciano se presentara ante Mílror por primera
vez, en los valles ocultos de las montañas Doradas, donde él y sus hombres llevaban
días explorando las minas abandonadas de Réghiskal en busca de metales preciados
y tesoros. El Rompehuesos aún se preguntaba como había sido capaz de
encontrarlo. Aquel caluroso mediodía, el anciano apareció sobre la cresta de la
ladera montado sobre un corcel gris; oculto bajo una gruesa sotana azabache y
guantes de cuero negro; escondiendo su rostro bajo una amplia y caprichosa
capucha que parecía danzar al compás de las luces. En un primer instante, Mílror
habría jurado ver al mismísimo señor de las Tinieblas; pero cuando el jinete
llegó hasta él observó que, en realidad, tan sólo se trataba de un anciano que
parecía estar al borde de la muerte, alto, lánguido y de pálida piel. Aquel
viejo le ofreció entonces un trato excelente. Una suma para nada despreciable; y
en conclusión, el Rompehuesos era un hombre de negocios. Una vez encontraran lo
que el viejo buscaba, deshacerse de aquel saco de huesos y hacerse con su botín
resultaría tarea fácil. Mílror podría estrangularlo cuando quisiera.
Poco
después, cuando Mílror se encontró de nuevo con el anciano, supo que conseguir
su propósito no iba a resultar tan sencillo. El día que partieron de Tor-Gaén,
el viejo se presentó acompañado de un enano de mal temple que desde entonces no
le había quitado el ojo de encima. “Él es
Támsor Gowen. Mi pequeño amigo dirigirá las excavaciones. Posee un olfato excepcional
para predecir el comportamiento de la tierra y sus conocimientos os serán de
gran utilidad.” Le había dicho el anciano. Támsor Barba Gris era un enano
robusto, alto entre los de su raza, de mal aspecto y ostentosa panza, con larga
melena castaña y espesa barba. El pequeño amigo del anciano iba bien dotado, protegido
por una mellada lámina de metal y armado hasta los dientes: dos hachas arrojadizas,
una ballesta de mano y tres puñales eran parte de su arsenal; aunque el arma
más temible de todas sobresalía tras su cabeza: un pesado martillo de acero
capaz de partir cráneos como cáscaras de huevo. Para infortunio de los
intereses de Mílror, el anciano le había nombrado líder de la expedición; y
obedecer a aquel pequeño bastardo no le satisfacía para nada.
—¡Cuarenta
y tres días en este infierno y no hemos encontrado nada! ¡He perdido a tres de
mis hombres! Dos de ellos en la última semana. A uno lo encontramos esta mañana
a dos cientos metros del campamento, posiblemente descuartizado por uno de esos
lobos gigantes que empiezan a husmear por las cercanías… —inquirió Mílror al
anciano—. Os confié a mis hombres, y sigo cavando porque pagáis bien y al día… ¿Cuánto
tiempo podréis costearos? Ellos no aguantarán mucho más. Llevan demasiados días
en la oscuridad. Están asustados. Temen estas tierras malditas, ¡como las
temería cualquiera! Las criaturas que se ocultan en estas quebradas bien
sabemos que no descansan, y cuanto más lejos estemos del enemigo, mejor. Así
que decidme de una vez, ¿qué demonios estamos buscando? —preguntó.
—Pagaré cuanto sea necesario… Os ruego paciencia
—contestó el anciano dirigiéndose al exterior. Su voz era fría y entrecortada.
Hablaba como si le costase respirar—, estamos cerca.
Mílror
lo contempló con desconfianza.
II
—¡Rompehuesos!
—gritó con desprecio el enano—. Creo que tus hombres han encontrado algo.
Mílror
quedó absorto por un breve instante. Después reaccionó. Uno de sus hombres
hacía gestos con las manos desde el fondo de la galería, intentando captar su
atención. Mílror tardó un tiempo en reconocerlo. Se trataba de un nargonán como
tantos otros, de maloliente piel oscura y gruesos labios carmesí: una plaga de
tediosos, sucios y fanáticos. Aquel joven era de la última remesa de esclavos.
Se había hecho con él en el mercado clandestino de Tor-Balión. En total, dos
varones y tres mujeres. Tras aprovecharse de ellas, vendió a las jóvenes al
poco de comprarlas, a mejor postor. En cuanto a los hombres, Mílror se deshizo
del más viejo de ellos de camino a Réghiskal: una mala inversión. Hasta
entonces, el nargonán había pasado desapercibido entre sus hombres, pero por
fin parecía estar amortizando el precio de su compra.
—¡Señor
Peinth! —llamó el joven nargonán—. ¡Venga a ver, rápido! ¡Es horrible!
—¿Qué
demonios ocurre, bastardo? —le preguntó con desgana Mílror.
El
nargonán se adentró por una de las galerías y Mílror siguió tras él. Caminaron un
largo trecho hasta que finalmente, el joven se apartó a un costado e iluminó enfrente
con la lámpara.
—¡Mire...!
—exclamó.
Habían
encontrado una grieta. La tierra se había desprendido y mostraba una estrecha
oquedad de un metro de altura. Demasiado delgada como para que cupiese un
hombre. Mílror escudriñó la obertura y luego miró al nargonán, que observaba
temeroso hacia el interior de la penumbra. Mílror le arrebató la lámpara y la elevó
frente a su rostro. Algo brillaba no muy lejos. Parecía ser los restos de una
armadura de plata. “¿Qué temerá este
inútil?”, se preguntó a sí mismo. “¡Hemos
encontrado algo!”.
Mílror
introdujo el brazo en la grieta y aproximó la lámpara lo más que pudo. Un viento
gélido provenía del otro extremo de la gruta. Las paredes, humedecidas,
formaban un pequeño reguero de agua que atravesaba el paso en alguna dirección.
Mílror siguió con su mirada el curso del riachuelo y descubrió un hallazgo tan
sorprendente como inquietante: el dueño de la armadura aún estaba allí. Una
fina capa de hielo cubría el cadáver. Estaba completamente congelado y parecía
llevar sepultado por años, como si la tierra lo hubiese engullido de repente.
“¿Sería aquello lo que andaba buscando el viejo?”.
—Deberíamos
llamar al enano… —aconsejó el joven esclavo.
—¡Cerrad
el pico, maldita sea! ¡Si volvéis a hablar de él, os corto la lengua! —repuso Mílror—.
Llama a mis hombres. ¡Rápido! ¡Quiero que caben!
El
nargonán obedeció al instante y se marchó por la oscura galería en busca de sus
compañeros, dejando a Mílror sólo frente a la misteriosa grieta. Su corazón
latía con rapidez; necesitaba respirar.
Cuando
Mílror salió al exterior, tardó un tiempo en recuperar el aliento. Después,
contempló a su alrededor. Los despeñaderos bajo los que ahora cavaban parecían
haberse desprendido un tiempo atrás dejando formas inconfundibles, taludes
vírgenes y enormes bloques de piedras. En el otro extremo de la garganta, las
paredes se habían derruído y bloqueaban el paso. Tal vez, algún tipo de explosión.
“¿Tendría algo que ver el cuerpo que acababan de encontrar?” se preguntaba.
Alguien
apareció por su costado. Era el enano.
—Cuidado,
bretoniano… —advirtió Támsor con brusquedad; pero antes de continuar, una leve
sacudida interrumpió sus palabras. Ambos se miraron con preocupación. Mílror se
adelantó a la tardía reacción de Támsor, cogió una antorcha y se adentró en la
galería.
Una
nube de polvo envolvía el pasillo principal. A lo lejos, una voz suplicaba
ayuda entre gemidos de dolor. Mílror alzó la antorcha y avanzó con paso firme
hacia el interior. Todo era demasiado confuso; apenas había luz y el aire era
irrespirable. Al cabo de un tiempo, se detuvo bruscamente y dirigió la mirada
al suelo. Había topado con algo.
—¡Mierda!
—espetó.
—¿Qué
sucede? —preguntó Támsor, quien había seguido tras él.
—Mirad
vos mismo —indicó apartándose a un costado. Uno de los mineros yacía en el
suelo con una gran brecha en su cabeza. Estaba muerto.
Alguien
más se aproximó por detrás y se detuvo ante ellos susurrando extrañas palabras.
Mílror llevó la mano hasta la empuñadura de su espada y desbrochó el seguro que
la protegía. Antes de que pudiera reaccionar, la niebla comenzó a desvanecerse
como por arte de magia. Entonces advirtió: se trataba del anciano.
—¡Támsor!
—llamó el viejo—. Percibo su presencia, pero hay algo más. Tened cuidado…
—pidió.
El
enano lo observó con cierta turbación y agarró la empuñadura de su martillo con
firmeza. Mílror desenfundó su espada y miró alrededor desconcertado.
—Avancemos…
—indicó Támsor.
A
medida que fueron adentrándose, la temperatura descendió, y en su camino, otro
par de cadáveres aparecieron bajo la tierra. Un montón de escombros bloqueaban
el paso más adelante.
—¡Maldita
sea! Aplastados como cucarachas —exclamó Mílror, furioso.
—¿Señor
Peinth? ¿Está ahí? ¡Ayúdeme, por favor! —se oyó una débil voz al otro lado.
—¡Maldito
bastardo! —exclamó reconociendo al nargonán. Luego preguntó:— ¡Qué ha pasado?
—¡No
lo sé! —exclamó aterrado el nargonán—. ¡Heyón nos proteja! ¡La tierra los engulló!
Las paredes comenzaron a moverse. Algunos corrieron intentando escapar…
—¡Vamos
Rompehuesos! ¡Saquémoslo de ahí! —interrumpió el enano.
Sin
mayor dilación, ambos se pusieron manos a la obra bajo la mirada perdida del
anciano y comenzaron a apartar las pesadas rocas, una tras otra, hasta que al
cabo de un tiempo, abrieron un estrecho orificio. Una brisa gélida se escurrió
desde el otro lado y golpeó el rostro sudoroso de Mílror, que miró al otro lado
sin advertir más que oscuridad.
—
Muchacho, ¿sigues ahí? —llamó.
—Sí…
—tardó en responder. Parecía nervioso.
—Os
sacaremos de ahí, —calmó Mílror—. ¿Hay alguien más?
—Están
todos muertos, señor Peinth. Aquí está el demonio… —susurró entrecortado.
Cuando
finalmente se abrieron paso hasta él, el nargonán yacía acurrucado en un
costado sin parar de temblar. El enano se acercó y le ayudó a incorporarse.
—¿Cómo
os llamáis, amigo? —le preguntó Támsor.
—Cástor
ben Disa, mi señor. —dijo mirándolo fijamente a los ojos—. ¡Heyón sea contigo y
bendiga vuestra alma!
Mílror
se adentró unos pasos y observó. Más adelante, había un pasillo de anchura
considerable del cual no veía fin.
—¿Dónde
está el resto? —preguntó a Cástor—. Estaban aquí…
—¡Nada
pude ver, mi señor! ¡Todo se oscureció de repente! —respondió atemorizado—.
—Salid
de aquí —le dijo Támsor—, y esperad a nuestra salida.
—Sigamos…
—ordenó el anciano con voz profunda y decisión—. Estamos muy cerca.
No
muy lejos, algo brilló bajo el reflejo la antorcha. Mílror sonrió fugazmente.
Era el cadáver. Había quedado al descubierto tras el temblor. “Seguro que
tendrá un montón de cosas que ofrecerme. Me haré rico…” pensó. Absorto en sus
pensamientos, una sombra se colocó a su costado.
—¿Qué
es eso? —preguntó el enano aproximándose al cuerpo.
Todos
se acercaron tras él, observando con asombro. Parecía un soldado bretoniano de
los de antaño. Su coraza de plata y oro aún relucía bajo la placa de hielo. Un
grueso orificio, producido tal vez por algún arma punzante, atravesaba su
pecho. Su rostro congelado conmovía por el horror que reflejaba. Mílror observó
con detenimiento el sello grabado en su armadura: Aquel soldado había sido
miembro de los Jinetes Imperiales de la dinastía Válethain, una antigua orden
de caballeros desaparecida desde la cruenta batalla de Órhadair. Mílror sintió una
increíble y placentera turbación. Aquello debía valer una fortuna.
—¡Mirad!
—exclamó Támsor señalando al cuerno de guerra que sujetaba la mano del difunto
soldado. Estaba forrado de metales puros y piedras preciosas.
—Pergarión...
—lamentó el anciano al reconocer el rostro de aquel desdichado. Todos lo
observaron perplejos, pero no dijo nada más—. ¡Continuemos!
—¿Por
qué está congelado? —preguntó Mílror.
—Pronto
lo sabréis —indicó el anciano—. Ahora, apresurémonos.
“Volveré
a por ti…” pensó
Mílror. Con la antorcha frente a él, avanzó dudosamente por la gruta. El vaho
gélido que emanaba de las paredes de la galería no hizo sino que cundir más el
desconcierto. Finalmente llegaron al fondo del pasillo. La temperatura allí era
insoportablemente baja.
El
anciano se adelantó al bretoniano y observó la pared que bloqueaba el camino.
—¡Sí!
—exclamó en voz baja—. ¡Es aquí!
Luego
acercó su mano a la pared y frotó sobre ella con su guante de cuero. Tras una
fina capa de arena, apareció una superficie lisa y brillante, de aspecto nebuloso.
El anciano pasó su mano sobre el muro e hizo desaparecer la tierra como por
arte de magia. Tiempo después, tras una breve polvareda, apareció un enorme y
cristalino bloque de hielo. El fuego de la antorcha resplandeció sobre el muro
e hizo danzar el reflejo de sus sombras sobre las paredes de la galería. El
anciano se volvió hacia Mílror:
—Acércaos.
Ilumínadme, ¡rápido! —indicó. Mílror obedeció y extendió su brazo hacia la
pared de hielo vislumbrando una sombra difusa en el interior del bloque de
hielo.
—¡No
puedo creerlo! ¡Que es! —exclamó Mílror.
—Quién
es… —respondió el anciano.
—¡Por
las barbas de Hamza! —exclamó el enano—. ¡Es él!
—¿Quién
es? —preguntó Mílror al anciano.
—Alguien
que lleva mucho tiempo esperando despertar… —contestó el anciano.
Mílror
escrutó con sus dedos las fisuras del muro. Aquel hielo ardía.
—¡Es
imposible! —exclamó Mílror—. ¡No puede haber sobrevivido!
—Un
poderoso grimorio lo mantiene con vida. El hielo tan sólo lo protege…
—¡De
que demonios habláis?
—¡Apartaos!
—ordenó el anciano.
Todos
obedecieron al instante. Había algo allí que les aterraba.
El
viejo posó la palma de su mano sobre la superficie helada y comenzó a balbucear
palabras inteligibles, absorto en una extrema concentración. Las paredes comenzaron
a sacudirse primero levemente; y luego, con fuerza, como envueltas en una furia
que solo el anciano parecía controlar. Poco a poco, el tono de sus palabras fue
creciendo hasta que los cimientos de la tierra respondieron a su llamada. Entonces,
se alzó una polvareda cegadora y sucedió un enturbiador clamor; y con un
relampagueante chasquido, el bloque de hielo comenzó a quebrarse desde la palma
de su mano hacia todas direcciones. Al cabo de un tiempo, las palabras del
anciano cesaron y otra nube de polvo rodeó a los presentes. El bloque iceberg
de hielo había desaparecido.
—¡Rompehuesos!
—llamó el enano—. ¿Estáis ahí?
—¡Sí!
—contestó a la vez que tosía. — ¡Ese anciano acabará con todos nosotros!
El
anciano resopló satisfecho, pero entonces, una sombra brotó de aquel cuerpo
inerte y emergió de la oscuridad emitiendo un insoportable chillido. El anciano
interpuso la mano a tiempo y la criatura quedó inmóvil frente a él. Después, el
demonio se abalanzó furiosamente sobre el anciano y sus garras despedazaron la
capucha de su sotana descubriendo finalmente su rostro. Támsor y Mílror lo
observaron aterrados. Una terrible quemadura había desfigurado su cara. Su
piel, de un ocre extraño, se arrugaba como un acordeón a la altura del cuello
para proseguir probablemente bajo su túnica a lo largo de todo su cuerpo. Sin
cejas, sin labios, sin orejas, sin cabello… Nada había quedado del hombre que
seguramente una vez fue. Tan solo el brillo de sus ojos indicaba que aquel viejo
continuaba vivo.
—¡Írthimooorr!
—exclamó el demonio, arrebatado por la ira. Alrededor, luces relampagueantes
sucedieron con la cólera que arrastraron sus palabras—. Necio nigromante…, la
puerta del Inframundo volverá a abrirse y el señor de las Tinieblas volverá a
gobernar sobre Gaia.
—¡Nadie
puede hacerle regresar!
—Nada
puedes hacer por impedirlo… —rió estridentemente el demonio con ahogados
gemidos. Tiempo después, desapareció frente a ellos envuelto en una furia
aterradora.
—¡Qué
fue eso? —preguntó Támsor.
Tras
un silencio imperturbable, un fuerte temblor sacudió la galería.
—Más
tarde, amigo enano —respondió Írthimor colocándose de nuevo la capucha. Luego
señaló al hombre que yacía en la oquedad del muro—. Debemos sacarlo de aquí.
¡Aprisa!
Al
poco tiempo, los puntales de la galería comenzaron a doblarse y a partirse. Las
paredes rugieron y se estrecharon sobre ellos derramando enormes pedruscos de
tierra y roca sobre ellos.
—¡Esto
no va bien! —exclamó el enano—. ¡Bretoniano, ayúdame! —le pidió, pero Mílror no
se movió.
—¡Que
os den! —exclamó el Rompehuesos con desdén, huyendo por la galería. Támsor lo
miró con rabia apresurándose a colocarse sobre su espalda aquel misterioso hombre.
III
Cuando
Mílror llegó hasta el cuerpo de Pergarión, éste yacía semioculto bajo los
escombros. Sin perder un instante, amarró su coraza y tiró de él intentando sacarlo
en vano. Luego observó al fondo de la galería. Las tablillas comenzaron a crepitar
como el fuego y acto seguido sucedió un derrumbe. Tras un breve instante, el
enano y el anciano emergieron desde el interior.
—¡Dejad
a los muertos en paz y salvad vuestra vida! —le gritó Támsor ascendiendo por la
galería. Pero Mílror no se movió. El Rompehuesos no se iría de allí con las
manos vacías.
El
bretoniano los observó un breve instante antes de verlos desaparecer.
En ese momento, la cueva comenzó a estremecerse y una tormenta de tierra y roca
empezó a sepultar todo aquello que encontró a su paso. Mílror asió el cuerno de
guerra y tiró de él con todas sus fuerzas arrancando consigo la mano de su
portador. Luego empezó a correr desesperadamente hacia la salida. “¡Esto valdrá una fortuna! ¡Seré jodidamente
rico! ¡Me compraré un palacio y lo vestiré de putas!” rió en su interior. Pero
entonces, un segundo temblor sucedió súbitamente y un desprendimiento de rocas
bloqueó la salida. Horrorizado, Mílror observó los últimos rayos de luz y se
volvió desesperado hacia la oscuridad. Se acercaba hacia él como una sombra invisible; no la veía, pero
sabía que venía a su encuentro.
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