SEGUNDO CAPÍTULO

EL CAMINO DE PONIENTE



I


En los salones del viejo Tórkendish el Mudo, el hidromiel corría por doquier. Su taberna llevaba más de quince años sirviendo de forma ininterrumpida y sus festejos se habían convertido en la envidia de los mejores banquetes reales. Sus veladas eran conocidas en toda Bretonia, tanto como sus riñas y disputas.
Ubicada en los bajos fondos de Tor-Gaén, en aquel lugar solían concentrarse todo tipo de gentes. El viejo tabernero servía a todos por igual y bien ganada tenía su fama puesto que jamás solía preguntar ni entrometerse en asuntos que no le concerniesen. Tal era su misterio, que muchos ya no sabían si el tabernero realmente era mudo o simplemente, sabía callar. En el interior de sus salones, la música jamás se detenía. Bardos y juglares acompañaban la velada con sus canciones, bailes y juegos, mientras el humo de las carnes, el aroma de la cebada y el sudor de sus gentes, se mezclaban por igual. Entre el gentío, una veintena de cortesanas se paseaban continuamente ofreciendo sus dotes.
Los soldados de Tor-Gaén eran la fuente principal de ingresos del viejo Tórkendish. Alejados de sus familias para prestar servicios en la frontera, muchos de ellos acudían a su taberna para desahogar sus penas y aliviar el ostracismo, y pese a que muchas de las actividades que se realizaban allí las tenían prohibidas, un pacto de silencio comulgaba entre las filas de la guardia, conscientes de que hasta los más altos cargos solían frecuentar aquel lugar.
A altas horas de la noche, Támsor y Cástor se hallaban en una de las mesas de la taberna, reclinados sobre sus sillas y mirando a su alrededor sin apenas mediar palabra. El esfuerzo y la sangre de ambos se concentraba en sus estómagos. Acababan de saciar su apetito con los mejores platos de Tórkendish: Hornado de Jabalí con especies, ave de corral asada y relleno de cerdo con salchichas. Todo ello, acompañado por cinco jarras de hidromiel, por cabeza.
—¡Amigo! —llamó Támsor—. ¡Esto sí ha sido un festín! ¡Este antro tiene bien merecida su fama! Demos gracias a Írthimor por invitarnos a esta agradable velada, en su ausencia.
—Si continuamos a este ritmo no nos quedará nada para el viaje, mi señor. —reclamó Cástor algo preocupado.
—¿Acaso preferís morir de hambre? Disfrutad mientras podáis, joven amigo. Ahora sois un hombre libre… —contestó el enano—.
Tras un tiempo en silencio, Cástor preguntó:
—¿Creéis que despertará?
—No lo sé… Espero que sí, y que sea pronto…, pero no tiene buen aspecto… ¡Está pálido y frío como un fiambre! Creedme que de buena gana le invitaría a la mesa si estuviese consciente…, pero no podemos hacer nada. Tenemos que confiar en el Nigromante. Mientras tanto, pidamos algo de beber... ¡Joven! —llamó Támsor a uno de los meseros—. ¡Me está dejando seco! ¡Tráigame otra jarra y sírvase otra más para mi amigo!
—Mucho me temo que no puedo acompañaros en esta ronda, mi señor… —anunció Cástor perceptiblemente embriagado. Dispuesto a retirarse, el nargonán se alzó repentinamente y se despidió con un ademán, pero tras dar un par de pasos, perdió el equilibrio y cayó torpemente sobre una mesa en la que un grupo de soldados tomaba su hidromiel. Sus jarras salieron despedidas por los aires y varios hombres cayeron al suelo en medio de un sonoro estrépito. Al instante, uno de ellos recogió a Cástor por los hombros y lo estampó contra la pared ante la atenta mirada de los presentes.
—¡Maldito perro! ¡Qué demonios creéis que estáis haciendo? —exclamó furioso. Cástor, seminconsciente, apenas pudo balbucear un breve murmullo—. ¡Esto os va a costar las piernas!
 —Soltadlo amigo —ordenó Támsor alzando su jarra, con total tranquilidad—. ¡Dejadnos recompensaros! Aceptad vuestra ronda y otra más de cortesía. Tengamos la fiesta en paz.
—Vaya, vaya… ¡Resulta que el perro tiene dueño! —contestó el soldado, dejando escapar una sonrisa socarrona que rápidamente se contagió a sus tres camaradas—. He visto que lleváis varios días merodeando por aquí... Hablad, enano. ¿Habéis cruzado medio mundo únicamente para beber, comer y fornicar en esta maldita taberna? ¿Qué hacéis tan lejos de vuestra cueva?
—Veréis, me dedico a cazar imbéciles, y creo que acabo de encontrar uno —repuso el enano interrumpiendo súbitamente sus risas. Támsor alzó nuevamente la jarra de hidromiel con una sonrisa entre sus labios y dio un largo trago de cebada.
Enrojecido, el soldado soltó al nargonán y se arrojó sobre el enano, pero antes de poder alcanzarlo, Támsor reaccionó rápidamente, se subió a la mesa con un par de pasos y dando un gran salto, estampó su jarra contra la cabeza del bretoniano, dejándolo inconsciente al instante.
El resto de sus amigos tardó un tiempo en reaccionar. Támsor los miró con indulgencia:
—Recoged a vuestro amigo…, creo que necesita un trago —les dijo. Luego se acercó hasta Cástor y lo apoyó sobre sus hombros—. ¡Vamos, amigo! ¡Es hora de irse a descansar!

Comentarios

Entradas populares