SEGUNDO CAPÍTULO: SEGUNDA PARTE

II




Várgant se inclinó sobre la cama y miró a través de la ventana. Una ligera brisa levantaba las cortinas al son del viento. Atenuados en la calma, los cielos palidecían rosados, expectantes ante la inevitable llegada del anochecer. Una torre inconfundible de más de treinta metros de altura se alzaba frente a la entrada a la ciudadela bretoniana. La fortificación, de planta circular y protegida por una gruesa camisa de piedra, bifurcaba el acceso en sendos pasos laterales de difícil pendiente, flanqueados por los mismos muros que protegían la ciudadela hasta la famosa puerta de Hierro. Tras ella se descubría Tor-Gaén, la última frontera bretoniana. Un entramado de calles laberínticas que significaba la unión entre lo bello y lo práctico. Pese a la dificultad orográfica del emplazamiento, los bretonianos habían sabido aprovechar la abrupta inclinación de la ladera noroeste para extender la ciudad sobre ella por medio de laberínticos caminos de adoquines, arcos que servían de contrafuertes, y pequeñas plazas y jardines atestados de gentío.
Al fondo, otro torreón sobresalía por los tejados de las casas. Sus nacarados muros de granito relucían incluso al atardecer. Sobre él, una enorme estatua de mármol se alzaba imponente y deslumbrante: se trataba del dios Taeris, señor del Juicio. Medía más de veinte metros de altura y advertía, con su dedo admonitorio hacia el enemigo, que aquellas tierras estaban bajo su protección y que aquel que se atreviera a desafiarlo sería juzgado por la condena de Supremo.
Várgant pasó un tiempo contemplando aquel paisaje en silencio, recostado sobre un cómodo lecho de tupidas sábanas. Afuera, las calles parecían tranquilas y un ligero rumor proveniente del gentío resurgía de las calles. Fue el eco de sus voces lo que le trasladó al pasado: días antes de perder la conciencia, en el paso de Úrthar. Cabalgaba sobre su corcel guiando a los ejércitos de la alianza hacia el corazón de Órhadair. Frente a ellos, una profunda y amplia grieta se hundía entre dos sierras de escarpadas colinas sobre el mar. Sus cimas se elevaban a ambos lados como muros de un estrecho pasillo donde la penumbra y la espesa neblina confundían la tierra con el cielo. Más allá, donde la planicie parecía estrecharse, se alzaba una cumbre quebrada de peligrosos desfiladeros. Sobre ella, hallábase la fortaleza sombría de Órhadair, el monstruoso baluarte del señor de las Tinieblas, con altos y gruesos muros que se alzaban lóbregos y toscos, fruto de la ambición y el deseo que su creador había asignado a su fin. Los grandes señores de Gaia y sus ejércitos habían seguido a Várgant por todos los caminos posibles, y por él habían luchado en largas batallas en las que muchos de sus hombres habían encontrado la muerte.



Desde tiempos inmemoriales no se recordaba un ejército tan basto, formado por gentes de toda Gaia, independientemente de su credo o reino. Entre ellos estaba Ánkor Válethain, rey de los bretonianos; S’garth guan Líada, príncipe de los elfos y señor de las tierras de Laine; y Kebeth ben Al-Kebur, general de las tropas de Oriente. Írthimor el Nigromante, dador de la sabiduría ancestral de Tárnak también iba con ellos; y Nayra salmo de Esperanza, la última de las hijas de Arissis.
En ese instante, Támsor irrumpió en la habitación, algo sonrojado, como de costumbre. Al principio ni siquiera atendió a Várgant, poco después, sus miradas se cruzaron y el enano aguardó un tiempo inmóvil, incrédulo ante lo que veía.
—¡Por las barbas de Hamza! ¡Por fin habéis despertado! ¡Esta noche jarras de hidromiel correrán por mis venas! —exclamó el enano con júbilo.
—¿Quién sois…?
—Támsor Gowen Barba Gris, amigo Várgant. Hijo de Kadharis Gowen señor de Curia, quien a su vez es primogénito del rey Zárakor Gowen el Sexto, de Montañas Blancas. De todos modos, por el bien de ambos y habiendo realizado las presentaciones oportunas, sugeriría pasar desapercibidos a partir de este momento… —respondió Támsor algo dubitativo. Tras una pausa medida, continuó—: Decidme amigo, ¿cómo os encontráis?
—Aturdido… —musitó Várgant, algo desconfiado—. Apenas puedo moverme…, ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿cúanto tiempo llevo durmiendo?
—Llegamos a Tor-Gaén hace tres semanas. Os encontramos en las quebradas de Herdorín, sepultado bajo sus entrañas. No fue tarea fácil sacaros de allí… —musitó—. No sé cómo, pero ese viejo hechicero ha conseguido manteneros con vida desde entonces.
—¿Írthimor? —preguntó Várgant inseguro, recordando su rostro vagamente.
—¡El mismo! Llevo con él desde que mi abuelo se prestara a ayudarle, aunque tengo que reconocer que no empezamos con buen pie… —respondió Támsor ante el desconcierto de Várgant. El enano trató de tranquilizarlo, cogió un cuenco y lo llenó de agua—. Bebed algo. Necesitamos que os recuperéis cuanto antes. Desde que se fue el Nigromante os habéis debilitado enormemente.
Várgant observó a su alrededor inmerso en el desconcierto. La cabeza le daba vueltas y cientos de pensamientos venían a su mente. La guerra, la muerte y la destrucción lo envolvían; pero a medida que se acercaba al presente, sus recuerdos se volvían demasiado vagos y cada vez que intentaba acudir a ellos, le sobrevenía una sensación de ahogo y angustia indescriptible, como si la mismísima muerte le acechara.
Várgant desvió de nuevo su mirada hacia la ventana y tras un tiempo en silencio, el murmullo de la ciudad volvió a abstraerlo. Recordó entonces aquel último amanecer frente a las puertas de Órhadair, donde menos de treinta mil hombres perseveraban en su intento por derrocar a los señores del Inframundo. Las líneas enemigas se extendían de una punta a otra del valle y no había pedazo de tierra aquel día que no estuviera viciado por el terrible olor que desprendían los ejércitos de las Tinieblas, agolpados frente a las murallas y liderados por Wundabat el Segundo, rey de los sardos; y Orgorón el Séptimo, señor de las Bestias.
Los arqueros elfos avanzaron primeramente al frente y cargaron sus arcos lanzando un aluvión de proyectiles blancos que sobrevolaron los cielos como rayos de luz hacia las tinieblas. Las flechas élficas impactaron en las hordas enemigas como látigos de fuego, derribando bestias y estrellándose contra una multitud de escudos negros. Después, Wundabat ordenó el avance de sus sardos. La mirada colérica de aquellos jinetes del averno y el terrorífico aspecto de sus monturas inquietó a las tropas aliadas. Sobre aquellos corceles-demonio cabalgaban los sardos, los antiguos caballeros de Tarso, aquellos que habían sucumbido a las Tinieblas. Sus carnes estaban podridas y el hedor surgía entre las juntas de sus corazas como un vapor ardiente de color púrpura. Sin perder un instante, Ánkor dio una orden y sus lanceros bretonianos escudaron a los elfos con sus picas, dirigiendo sus puntas hacia el enemigo.
Liderados por Orpath el Cruel, las lanzas escarlatas de los jinetes del averno penetraron como una ola rompiente en las filas de hombres y elfos. El estruendo fue ensordecedor. Sin embargo, los bretonianos consiguieron contener el ataque y los sardos se derrumbaron ante los ondeantes estandartes de Taeris. Sus corceles se estrellaron estrepitosamente contra los lanceros y sus jinetes salieron despedidos contra el polvoriento campo de batalla. Allí fueron atravesados, decapitados y pasados por los filos élficos. Pero poco después, les sorprendió una segunda oleada. El inconmensurable poderío de sus monturas demonio arrolló a las primeras filas de elfos y bretonianos como peones de ajedrez. Sumidos en el caos y la desesperación, algunos de ellos intentaron escapar echándose al suelo; pero la caballería quebró sus espaldas y partió sus cráneos como corteza reseca. Los sardos destrozaron sus líneas y penetraron entre sus filas generando el caos y la confusión.
Entonces, una hermosa melodía surgió entre los valles de Haidur iluminando los rostros de los hombres. Era Nayra salmo de Esperanza, y tal fue el poder de su voz, que ni siquiera las Sombras osaron interrumpirla. Alentados por el ánimo de sus palabras, Kebeth ben Al-Kebur descendió con sus hombres por el desfiladero y cargó contra las bestias derribando enemigos por docenas, abriendo camino a las relucientes armaduras doradas de sus hombres de Oriente, y lentamente, sus lanzas y alfanjes hicieron retroceder al enemigo, acorralándolo frente las puertas de Pandora.
Várgant volvió en si tras un tiempo. Támsor lo miraba con extrañeza. Luego dirigió la mano hasta su pecho sintiendo un breve escalofrío. Las yemas de sus dedos palparon una profunda cicatriz situada en el costado derecho de su torso.
—¿Várgant? —llamó Támsor, preocupado.
—Perdí el conocimiento… Leonardo Válethain consiguió sacarme de las líneas enemigas antes de que rodearan nuestro ejército. Tan solo un puñado de hombres logramos escapar… Decidme, ¿cuánto tiempo ha pasado desde entonces…? —preguntó temeroso al enano.
Támsor lo miró fijamente durante un tiempo y luego respondió:
—La guerra acabó hace más de veinte años… —anunció. Várgant lo miró con desconcierto, a la espera de encontrar respuestas en su mirada, pero Támsor negó con la cabeza—.  Apenas hubo sobrevivientes… Nadie sabe lo que realmente ocurrió, pero de algún modo, la amenaza de las Sombras desapareció y desde entonces, los bardos cantan el heroico sacrificio de los hombres que partieron y jamás regresaron.
Tras un largo silencio en el que mantuvo la calma, Várgant musitó:
—¿Por qué esperó tanto tiempo…? —se preguntó a si mismo. Luego miró al enano y le preguntó—: ¿Dónde está Írthimor?
—Supongo que lejos de aquí. Camino de Ístar, al encuentro con S’garth guan Líada.
—Así que S’garth salió con vida…
—Creo que sois los únicos que sobrevivieron a aquella carnicería. En fin, creo que ya ha habido suficientes sorpresas por hoy. Por el momento, será mejor que descanséis… —anunció Támsor dispuesto a retirarse— Iré a buscaros algo de comer. ¡Debéis estar hambriento! Cuando os hayáis recuperado, emprenderemos nuestro viaje a la capital. ¡Mientras tanto, dad por seguro que brindaré por vuestro despertar!
Várgant volvió a mirar por el ventanal. Las primeras estrellas parpadeaban sobre el horizonte. Durante un tiempo, quedó hipnotizado por sus luces. Luego cayó dormido.


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