SEGUNDO CAPÍTULO: TERCERA PARTE


III


Várgant despertó al alba, alertado por el crujido del pavimento de madera al paso ligero de un extraño. La puerta de la habitación estaba abierta y alguien se acercaba desde el final del pasillo. Várgant se incorporó lentamente y observó. Se trataba de un joven nargonán que portaba sobre sus hombros varios bultos. Parecía exhausto. Al verle despierto, dejó la carga en el suelo y se acercó hasta él.
—Várgant de Amán…, es todo un honor. Me llamo Cástor ben Disa, de Nargiriath; amigo de Támsor Barba Gris.
—¿Dónde está?
—Bebiendo, probablemente. ¡No hay momento que sepa estar sobrio! Espero que el bullicio de la taberna no os haya impedido descansar.
—Cástor de Nargiriath…, ¿eh? —sonrió—. ¿Qué ocurrió para que acabarais tan lejos de vuestro hogar?
—Es una larga historia, mi señor, pero intentaré ser breve. Procedo de una humilde familia, aunque años atrás fuimos gente adinerada. Mi padre tuvo numerosas tierras de cultivo y la cabeza de ganado más grande de la región. Solía tratar con los grandes señores de la ciudad: los Had, los Hasuam... ¡Jamás faltaba nada! Pero cuando él murió, nada volvió a ser igual. Llegaron los años de sequía, la pobreza, la desesperación. Dos de mis hermanos murieron de hambre. Entonces, cierto día y como si la desgracia se cebase con nuestra familia, se presentó un prestamista llamado Huzmet Saladín y exigió el pago de una importante deuda contraída por mi padre. Era un hombre vulgar y maloliente, y a parte de prestamista, también comerciaba con esclavos. Incapaces de hacer frente a la deuda, Huzmet reclamó mis servicios como compensación. Dejé atrás mujer y dos hijos. Tiempo después, ya en tierras bretonianas, el viejo Huzmet me vendió a un ex soldado bretoniano llamado Mílror Peinth, el mismo que contrató Írthimor semanas más tarde para su misteriosa expedición. Cuando emprendimos el viaje a las quebradas de Herdorín, ni siquiera sabíamos lo que estábamos buscando; a quién estábamos buscando en realidad… —susurró pensativo.
—Lamento vuestro sufrimiento, querido Cástor. Espero que podáis regresar y reencontraros con vuestra familia lo antes posible.
Tras un breve silencio, Cástor preguntó:
—Si sois realmente…, estuvisteis en la guerra de Órhadair, ¿cierto? ¿era Kebeth el Grande tan colosal como cuentan las historias?
Várgant asintió, después preguntó:
—¿Qué cuentan de él?
—Sobrevivió… Cuentan que cayó preso de los señores del Inframundo. Dicen que lo torturaron durante meses… pero finalmente, consiguió escapar adentrándose en el Yermo de los Olvidados. Dicen que allí, Heyón se le apareció y salvó su vida mostrándole el camino. De cualquier forma, meses después de la guerra, Kebeth regresó a Nargiriath, pero su fortuna tan sólo duró una noche. Al amanecer siguiente, Kebeth apareció muerto. Algunos dijeron que fue asesinado, otros que una terrible maldición acabó con él… Nadie lo sabe en realidad.
Un pesado silencio invadió a ambos por largo tiempo. “¿Cuántas cosas podrían haber sucedido en su ausencia?”, pensó Várgant. Habían pasado veinte años desde entonces y para él tan sólo se había significado un instante.

En ese momento, Támsor entró en la habitación con varios sacos colgados a la espalda, con la tez sonrojada, los ojos hinchados y un ligero aroma a malta.
—Veo que ya os conocéis… —dijo, luego se dirigió al nargonán—. Cástor, no me lo atormentéis y dejadle descansar. Tenemos que partir cuanto antes y hasta que no se mantenga de pie, eso no es posible.
—¿Por qué a Arcálagant? —preguntó Várgant.
—No lo sé. Allí es donde recibiremos instrucciones del Nigromante. El rey de Bretonia nos entregará su mensaje.
Várgant escudriñó con la mirada el rostro del enano. Luego preguntó temeroso de la respuesta.
—¿Leonardo Válethain?
—No —negó tan sutilmente como pudo—. ¡Ese jamás volvió!
Várgant agachó la cabeza.
—Entonces, ¿quién es el rey? —preguntó.
—Árodain de Eratros, su hermanastro.

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